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La bandera americana ya estaba allí por la esperanza y el deseo, o simplemente porque es un ícono.

Hace dos años viajé a Cuba con la premonición de que pronto esta isla cambiaría, si no es que ya lo ha hecho. Una de las zonas que recorrí fue la antigua embajada americana en La Habana.

Los palos metálicos que rodeaban el recinto me causaron una impresión igual que la niña que iba en su scooter, alrededor de uno de los policías cubanos que patrullaban la zona.

Una mujer de Santiago de Cuba que volvía a casa del mercado sonrió con orgullo cuando le pedí que posara; no sólo llevaba la bandera americana en la cabeza, sino que estaba de pie delante de la bandera cubana pintada en la pared.

En otro caso, en la playa de Siboney, cerca de Santiago, un grupo de jóvenes se divertía un domingo por la tarde. En esa fotografía una de las chicas está bailando a horcajadas con otra, también tiene un pañuelo de una bandera americana en la cabeza.

En la escuela de arte de La Habana, ISA, al caminar por el estudio de los pintores, me encontré con una pintura no muy terminada con una calavera y otra vez un pañuelo en la cabeza.

Sea o no hecho con conciencia, positiva o negativa, la presencia de la bandera nunca se fue realmente.

A medida que se acercan las nuevas relaciones entre Cuba y los Estados Unidos es aún más evidente. La semana pasada no sólo se ha reabierto la Embajada de Estados Unidos en La Habana, sino que han aparecido imágenes de personas colgando la bandera, en sus negocios, en sus balcones y vistiéndola en sus ropas, mostrando su contenido de que una vez más tendrán la oportunidad de viajar y relacionarse con algunas de las personas que aman a sólo unas 90 millas a través del agua.