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Un ciprés saluda inclinándose mientras un gato cruza la calle, se detiene y levanta su pata trasera para rascarse la tripa con una falta de preocupación absoluta. Lo opuesto a mí, que conduzco con un subidón de adrenalina, sin saber con lo que me voy a encontrar. Todo es muy diferente de lo que imaginaba y lo que recordaba de mi infancia. Siento que viajo hacia el umbral de un cambio, una transición, es la calma antes de la tempestad.

Nací y me crié en North Myrtle Beach, un pueblo costero de Carolina del Sur, junto a la autopista 17, que curiosa y literalmente bordea otra comunidad llamada Atlantic Beach. Ambas forman parte de The Grand Strand, un complejo turístico que recibe más de 14 millones de turistas al año y tiene una población estimada de 329.500 habitantes que se reparten a lo largo de 95 kilómetros en forma de rectángulo en la costa Este.

Al final de este rectángulo y en dirección norte aparecen cuatro manzanas de edificios perpendiculares a la carretera hacia el océano y otros seis bloques paralelos que aíslan Atlantic Beach de North Myrtle Beach. No hay más carreteras, solo esta autopista une ambas comunidades.

El paseo marítimo está vallado por ambos lados y es accesible únicamente por un sendero y un carril bici, creando una entrada restringida. Al caminar por la orilla, se hacen evidentes los límites de esta zona porque ya no se ven edificios y unos letreros verdes metálicos marcan los límites de North Myrtle Beach a ambos lados. Solo entonces, las bellísimas gramíneas y las dunas pueden disfrutar de unas vistas sin obstáculos.

En mi calidad de chica blanca de clase media residente en North Myrtle Beach durante los años 70 y 80, no había motivo para ir a Atlantic Beach. Continuaba siendo una zona segregada racialmente que había empezado a desintegrarse, dejando que las drogas y la prostitución arruinasen su reputación histórica.

Desde finales de 1930 hasta los 60, esta zona era una de las más animadas para la gente de color del sur de Estados Unidos porque contaba con una de las únicas playas, desde Virginia, donde empieza la autopista 17, hasta Georgia, donde se les permitía ir a disfrutar. Más tarde, en 1966, se aprobó un acta que lo reconoció como el único pueblo costero perteneciente a la gente de color y que yo sepa -corrígeme si no es así- sigue siendo la única playa gobernada por ellos en todo el país.

Un puñado de personas caminan frente a la playa. Los que se cruzan en mi camino son gente variopinta de color. La zona está limpia, las dunas y gramíneas disfrutan de su vista privilegiada y se ven algunas cabañas imponentes construidas recientemente, pero la mayoría de edificios han sido tapiados o destrozados por los huracanes y el paso de los años. Hay algo inquietante en la atmosfera del lugar.

Es sábado por la tarde. Entre dos locales en la calle principal se encuentran varios hombres blancos y un hombre de color ataviado con un gorro de beisbol, bebiendo cervezas de lata. Mientras tanto, una mujer en un coche destartalado con dos niños en el asiento de atrás conduce girando su cabeza para un lado y otro. Está perdida o busca a alguien así que al llegar al final de la calle hace un cambio de sentido. La mayoría de la gente, al hacer este cambio de sentido, no es consciente de que se adentra en otro territorio. Al llegar a Atlantic Beach se encuentran con un paseo marítimo cortado por vallas y una carretera que se acaba abruptamente.

Yo me marché de la playa, término que usamos los locales para describir nuestro pueblo, en 1987. La última vez que estuve fue hace 3 años, durante mis vacaciones de verano, cuando una amiga me invitó al Festival de Jazz de Atlantic Beach. Recuerdo estar impresionada por el ambiente que encontré: un increíble talento musical afroamericano y una comunidad tranquila de personas que te daban la bienvenida con una amplia sonrisa. Aquella tarde, mientras me sentaba a beber una copa de vino, viendo el sol ponerse detrás del escenario y disfrutando de esos magníficos sonidos, una sensación abrumadora se apoderó de mí. Sin duda, se trataba de un lugar muy especial.

Al regresar este año en navidades, decidí llevarme la cámara y retratar aquello que sentía. Quise aprender más acerca de la historia de esa comunidad antes de que cambiara.

Una extraña bruma, fruto del contraste entre el calor y la humedad, otorgaba a este pueblo invernal un cierto misterio. Sentí que la niebla representaba su historia y su presente.

Mientras investigaba, tuve la oportunidad de hablar con personas competentes cuya misión era salvar esta zona de la masificación. Sí, querían que su comunidad prosperase pero siempre y cuando preservara no solo su historia americana sino su herencia afroamericana.

Cuando actuaban grupos de blues, jazz y rhythm and blues a lo largo de The Grand Strand, solían pasar la noche en Atlantic Beach donde continuaban tocando en jam sessions hasta primeras horas de la mañana. Se trataba de artistas de la talla de Marvin Gaye, Ray Charles, Chuck Berry, Otis Redding, Fats Domino, Little Richard… Entre los afortunados oyentes estaban las familias privilegiadas que pasaban sus vacaciones en Atlantic Beach.

Guardo la esperanza de ver a esta comunidad histórica evolucionar y prosperar para que otros puedan disfrutar de su ubicación providencial y su enorme belleza. Ojalá que la Perla Negra pueda preservar su naturaleza y una vez más encuentre el camino hacia la mirada del mundo.